Departamento de lengua castellana IES DH M. Ollers
FRAGMENTOS DE TEXTOS REALISTAS EJEMPLAR ALUMNOS
TEXTO
1: Misericordia
de
Benito Pérez Galdós
La
mujer de negro vestida, más que vieja, envejecida prematuramente,
era, además de nueva, temporera, porque acudía a la
mendicidad por lapsos de tiempo más o menos largos, y a lo mejor
desaparecía, sin duda por encontrar un buen acomodo o almas
caritativas que la socorrieran. Respondía al nombre de la señá
Benina (de lo cual se infiere que Benigna se llamaba), y
era la más callada y humilde de la comunidad, si así puede
decirse; bien criada, modosa y con todas las trazas de perfecta
sumisión a la divina voluntad. Jamás importunaba a
los parroquianos que entraban o salían; en
los repartos, aun siendo leoninos, nunca formuló
protesta, ni se la vio siguiendo de cerca ni de lejos la bandera
turbulenta y demagógica de la Burlada. Con todas y con
todos hablaba el mismo lenguaje afable y comedido; trataba con
miramiento a la Casiana, con respeto al cojo, y únicamente se
permitía trato confianzudo, aunque sin salirse de los términos de
la decencia, con el ciego llamado Almudena, del cual, por el pronto,
no diré más sino que es árabe, del Sus, tres días de jornada más
allá de Marrakesh. Fijarse bien.
Tenía
la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena
educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia
interesante que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y
apenas perceptible. Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus
ojos, grandes y obscuros, apenas tenían el ribete rojo que imponen
la edad y los fríos matinales. Su nariz destilaba menos que las de
sus compañeras de oficio, y sus dedos, rugosos y de abultadas
coyunturas, no terminaban en uñas de cernícalo. Eran sus manos
como de lavandera, y aún conservaban hábitos de aseo. Usaba una
venda negra bien ceñida en la frente; sobre ella pañuelo negro, y
negros el manto y vestido, algo mejor apañaditos que los de las
otras ancianas. Con este pergenio y la expresión sentimental y
dulce de su rostro, todavía bien compuesto de líneas, parecía una
Santa Rita de Casia que andaba por el mundo en penitencia.
Faltábanle sólo el crucifijo y la llaga en la frente, si bien
podría creerse que hacía las veces de esta el lobanillo del tamaño
de un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como a media pulgada más
arriba del entrecejo.
A
eso de las diez, la Casiana salió al patio para ir a la sacristía
(donde tenía gran metimiento, como antigua), para
tratar con D. Senén de alguna incumbencia desconocida para los
compañeros y por lo mismo muy comentada. Lo mismo fue salir
la caporala, que correrse la Burlada hacia el otro
grupo, como un envoltorio que se echara a rodar por el pasadizo, y
sentándose entre la mujer que pedía con dos niñas, llamada
Demetria, y el ciego marroquí, dio suelta a la lengua, más
cortante y afilada que las diez uñas lagartijeras de sus dedos
negros y rapantes.
«¿Pero
qué, no creéis lo que vos dije? La caporala es
rica, mismamente rica, tal como lo estáis oyendo, y todo lo que
coge aquí nos lo quita a las que semos de
verdadera solenidá, porque no tenemos más que el día
y la noche.
— Vive
por allá arriba — indicó la Crescencia — , orilla
en ca los Paúles.
— ¡Quiá,
no, señora! Eso era antes. Yo lo sé todo — prosiguió la
Burlada, haciendo presa en el aire con sus uñas — . A mí no me
la da ésa, y he tomado lenguas. Vive en Cuatro Caminos, donde tiene
corral, y en él cría, con perdón, un cerdo; sin agraviar a nadie,
el mejor cerdo de Cuatro Caminos.
— ¿Ha
visto usted la jorobada que viene por ella?
— ¿Que
si la he visto? Esa cree que semos bobas.
La corcovada es su hija, y por más señas costurera, ¿sabes?, y
con achaque de la joroba, pide también. Pero es modista, y gana
dinero para casa... Total, que allí son ricos, el Señor me
perdone; ricos sinvergonzonazos, que engañan a nosotras y a la
Santa Iglesia católica, apostólica. Y como no gasta nada en comer,
porque tiene dos o tres casas de donde le traen todos los días los
cazolones de cocido, que es la gloria de Dios... ¡a ver!
— Ayer
— dijo Demetria quitándole la teta a la niña — , bien lo vide.
Le trajeron...
— ¿Qué?
— Pues
un arroz con almejas, que lo menos había para siete personas.
— ¡A
ver!... ¿Estás segura de que era con almejas? ¿Y qué, golía bien?
— ¡Vaya
si golía!...
Los cazolones los tiene en ca el
sacristán. Allí vienen y se los llenan, y hala con todo para
Cuatro Caminos.
— El
marido... — añadió la Burlada echando lumbre por los ojos — ,
es uno que vende teas y perejil... Ha sido melitar,
y tiene siete cruces sencillas y una con cinco riales...
Ya ves qué familia. Y aquí me tienes que hoy no he comido más que
un corrusco de pan; y si esta noche no me da cobijo la Ricarda en el
cajón de Chamberí, tendré que quedarme al santo raso. ¿Tú qué
dices, Almudena?
[…]
Cortó
los despotriques vertiginosos de la Burlada, produciendo un silencio
terrorífico en el pasadizo, la repentina aparición de
la señáCasiana por la puerta de la iglesia.
— Ya
salen de misa mayor — dijo; y encarándose después con la
habladora, echó sobre ella toda su autoridad con estas despóticas
palabras: «Burlada, pronto a tu puesto, y cerrar el pico, que
estamos en la casa de Dios».
Empezaba
a salir gente, y caían algunas limosnas, pocas. Los casos de ronda
total, dando igual cantidad a todos, eran muy raros, y aquel día
las escasas moneditas de cinco y dos céntimos iban a parar a las
manos diligentes de Eliseo o de la caporala, y algo le
tocó también a la Demetria y a señá Benina. Los
demás poco o nada lograron, y la ciega Crescencia se lamentó de no
haberse estrenado.
TEXTO 2: Fortunata y Jacinta de Benito Pérez
Galdós
Iba
Jacinta tan pensativa, que la bulla de la calle de Toledo no la
distrajo de atención que a su propio interior prestaba. Los puestos
a medio armar en toda la acera desde los portales a San Isidro, las
baratijas, las panderetas, la loza ordinaria, las puntillas, el cobre
de Alcaraz y los veinte mil
cachivaches
que aparecían dentro de aquellos nichos de mal clavadas tablas y de
lienzos peor dispuestos, pasaban ante su vista sin determinar una
apreciación exacta de lo que eran. Recibía tan sólo la imagen
borrosa de los objetos diversos que iban pasando, y lo así porque
era como si ella estuviese parada y la pintoresca vía se corriese
delante de ella como un telón. En aquel telón había racimos de
dátiles colgados de una percha, puntillas blancas que caían de un
palo largo, en ondas, como los vástagos de una trepadora; pelmazos
de higos pasados en bloques; turrón en trozos como sillares, que
parecían acabados de traer de una cantera, aceitunas en barriles
rezumados; una mujer puesta sobre una silla y delante de una jaula,
mostrando dos pajarillos amaestrados. Y luego, montones de oro,
naranjas de seretas y hacinadas en el arroyo. El suelo,
intransitable, ponía obstáculos sin fin, pilas de cantaros y
vasijas ante los pies del gentío presuroso, y la vibración de los
adoquines al paso de los carros parece haber bailar a personas y
cacharros. Hombres con sartas de pañuelos de diferentes
colores se ponían delante del transeúnte como si fueran a capearlo.
Mujeres chillonas taladraban el oído con pregones enfáticos
acosando al público y poniéndole en la alternativa de comprar o
morir. Jacinta veía las piezas de tela desenvueltas en ondas a lo
largo de todas las paredes, percales azules, rojos y verdes, tendidos
de puerta en puerta, y su mareada vista le exageraba las curvas de
aquellas rúbricas de trapo. De ellas colgaban, prendidas con
alfileres, toquillas de los colores vivos y elementales que agradan a
los salvajes. En algunos huecos brillaba el anaranjado, que chilla
como los ejes sin grasa; el bermellón nativo, que parece
rasguñar los ojos; el carmín, que tiene la acidez del
vinagre; el cobalto, que infunde ideas de envenenamiento; el verde de
panza de lagarto, y ese amarillo tila que tiene cierto aire de poesía
mezclado con la tisis, como en la Traviatta. Las
bocas de las tiendas, abiertas entre tanto colgajo, dejaban ver el
interior de ellas tan abigarrado como la parte externa; los horteras,
de bruces sobre el mostrador, o vareando telas, o charlando. Algunos
braceaban, como si nadasen en un mar de pañuelos. El sentimiento
pintoresco de aquellos tenderos se revela en todo. Si hay una columna
en la tienda la revisten de corsés encarnados, negros y blancos, y
con los refajos hacen graciosas combinaciones decorativas. (…)
TEXTO
3: Fortunata
y Jacinta
de Galdós
Segunda
Izquierdo era una mujerona corpulenta y con la cara arrebatada (1),
el peloentrecano. Se parecía bastante a su hermano José; pero no
conservaba tan bien como éste lahermosura de aquella “raza de
gente guapa” (2) porque las miserias, las enfermedades y la
vidaaperreada de los últimos años habían hecho efectos
devastadores
en su cara y cuerpo. Los quetrataron a Segunda en su edad de oro
apenas la conocían ya, porque su cara estaba llena decosturones, y
en el cuello y quijada inferior llevaba unas rúbricas que daban fe
de otros tantosabcesos (3) tratados quirúrgicamente. El ojo derecho
no estaba ya todo lo abierto que debía, a causade una rija (4), y el
párpado inferior del mismo había adquirido notoria semejanza con un
tomate aconsecuencia de la aplicación de un puño cerrado, de lo que
resultó una inflamación que vino aparar en endurecimiento. Ni aun
su hermosa dentadura conservaba Segunda, pues un año hacía
queempezaban a emigrar las piezas una tras otra. El cuerpo se iba
apareciendo al que una vaca que sepusiera en dos pies.Benito Pérez
Galdós, Fortunata y Jacinta (fragmento)Notas:(1) arrebatada:
enrojecida.(2) guapa: achulapada.(3) abceso: acumulación de pus bajo
la piel, tumor.(4) rija: fístula, corte que se hace debajo del
lagrimal, por el que fluye pus, moco o lágrimas.
TEXTO
4:
La
Regenta
de Clarín
La
heroica ciudad dormía la
siesta.
En las calles no había más ruido que el rumor estridentede los
remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en
arroyo, de acera en acera,de esquina en esquina revolando y
persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que elaire
envuelve en sus pliegues invisibles. Aquellas migajas de la basura,
aquellas sobrar de todo se juntaban
en un montón, parábanse como dormidas un momento y
brincaban de nuevo sobresaltadas,hasta los carteles de papel mal
pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso,
yarenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera
de un escaparte.Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano
siglo, hacía la digestión del cocido y dela olla podrida, y
descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la
campanadel coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre
en la Santa Basílica.
TEXTO
5: La regenta
de Clarín
Y
mientras abajo sonaba el ruido confuso y garrulo de las despedidas y
los preparativos de marcha, y detrás el estrépito de los que
corrían en la galería, y allá en el cielo, de tarde en tarde, el
bramido del trueno, la Regenta, sin notar las gotas de agua en el
rostro, o encontrando deliciosa aquella frescura, oía por la primera
vez de su vida una declaración de amor apasionada pero respetuosa,
discreta, toda idealismo, llena de salvedades y eufemismos que las
circunstancias y el estado de Ana exigían, con lo cual crecía su
encanto, irresistible para aquella mujer que sentía las emociones de
los quince al frisar con los treinta.
No
tenía valor, ni aun deseo de mandar a don Álvaro que se callase,
que se reportase, que mirase quién era ella. “Bastante lo miraba,
bastante se contenía para lo mucho que aseguraba sentir y sentiría
de fijo”.
“No,
que no calle, que hable toda la vida”, decía el alma entera. Y
Ana, encendida la mejilla, cerca de la cual hablaba el presidente del
Casino, no pensaba en tal instante ni en que ella era casada, ni en
que había sido mística, ni siquiera en que había maridos y
magistrales en el mundo. Se sentía caer en un abismo de flotres.
Aquello era caer, sí, pero caer al cielo.
Para lo único que le quedaba un poco de conciencia, fuera de lo presente, era para comparar las delicias que estaba gozando con las que había encontrado en la meditación religiosa. En esta última había un esfuerzo doloroso, una frialdad abstracta, y en rigor, algo enfermizo, una exaltación malsana; y en lo que estaba pasando ahora ella era pasiva, no había esfuerzo, no había frialdad, no había más que placer, salud, fuerza, nada de abstracción, nada de tener que figurarse algo ausente, delicia positiva, tangible, inmediata, dicha sin reserva, sin trascender a nada más que la esperanza de que durase eternamente. “No, por allí no se iba a la locura”.
Don Álvaro estaba elocuente; no pedía nada, ni siquiera una respuesta; es más, lloraba, sin llorar, por supuesto, “de pura gratitud, sólo porque le oían”. “¡Había callado tanto tiempo! ¿Que había mil preocupaciones, millones de obstáculos que se oponían a su felicidad? Ya lo sabía él; pero él no pedía más que lástima, y la dicha de que le dejaran hablar, de hacerse oír y de no ser tenido por un libertino vulgar, necio, que era lo que el
TEXTO
6:
Rojo y negro de
Stendhal
Al
día siguiente, cuando encontró a la señora de Renal, la miraba de
una manera extraña, mejor dicho, la observaba como se observa al
enemigo con quien es preciso medir sus fuerzas. Aquellas miradas, tan
diferentes de la víspera, dieron al traste con la tranquilidad de la
señora de Renal. Decíase ésta que siempre había sido buena con
Julián, no obstante lo cual, parecía que éste estaba enfadado.
Érale imposible separar sus miradas de las del preceptor de sus
hijos.
Gracias
a la presencia de la señora Derville, pudo Julián hablar menos y
ocuparse más en los pensamientos y proyectos que encerraba su
cabeza. Aquel día no hizo otra cosa que fortificarse con la lectura
del libro inspirado en cuyas páginas templaba su alma.
Abrevió
considerablemente las lecciones de los niños, y cuando la señora de
Renal vino a recordarle con su presencia el deber imperioso que no
podía dejar de cumplir sin mengua de su gloria, decidió que era
preciso que, aquella misma noche, la mano de su señora permaneciese
entre las suyas.
La
proximidad del sol a su ocaso, y como consecuencia, del momento
decisivo, hizo latir con violencia el corazón de Julián. Llegó la
noche: con placer que le libró de un peso enorme observó Julián
que sería muy oscura. Densos nubarrones que un viento cálido y
sofocante arrastraba de una a otra parte del opaco cielo, parecían
ser presagio de tempestad. Las dos amigas pasearon más, tiempo que
el de costumbre. Todo cuanto aquella noche hacían parecía singular
e insólito a Julián.
Al
fin, se sentaron: la señora de Renal entre Julián y su prima.
Nuestro héroe, hondamente preocupado por la idea de la empresa que
debía intentar, no encontraba palabra que decir. La conversación
languidecía.
"¿Tan
cobarde soy, que tiemblo ante el primer enemigo con quien voy a medir
mis fuerzas?", se decía mentalmente.
Debatiéndose
en un mar de angustias mortales, todos los peligros imaginables le
parecían nada en comparación de la situación en que se hallaba.
¡Cuántas veces deseó con todas las fuerzas de su alma que
sobreviniese un incidente cualquiera que obligara a la señora de
Renal a abandonar el jardín y retirarse a sus habitaciones! Era
demasiado brutal la violencia que Julián había de hacerse para que
no se alterase profundamente su voz. También se hizo temblorosa la
de la señora de Renal al cabo de breves instantes, pero Julián no
percibió el fenómeno. El tremendo combate que su deber reñía con
su timidez le arrebataba los medios de observar nada, fuera de lo que
en su interior pasaba. El reloj del castillo había dejado oír los
tres cuartos para las diez, sin que Julián se hubiese atrevido a
nada. La conciencia de su cobardía encendió en su pecho una
tempestad de indignación.
"¡Mientras
suenen las diez, ejecutaré el proyecto que abrigo todo el día, y
que me he prometido poner en práctica esta noche, o subiré a mi
cuarto y me levantaré la tapa de los sesos!", se dijo.
Cuando
la emoción tenía a Julián fuera de sí, sonaron las diez en el
reloj del castillo. Cada sonido de aquella campana fatal resonaba en
el pecho de Julián, y le producía vibraciones y dolores físicos.
Fiel
a su promesa, no se había extinguido el eco de la última, cuando
extendió el brazo y se apoderó de la mano de la señora de Renal,
que ésta retiró en el acto. Julián, sin saber ya lo que hacía, la
asió de nuevo. No obstante su perturbación, su extravío mental,
observó que aquella mano parecía de hielo. La mano intentó
escaparse una vez más; Julián la retuvo con fuerza convulsiva, y al
fin consiguió que aquella quedase entre la suya.
Sintió
que en su alma penetraban oleadas de placer, no porque amase a la
señora de Renal, que no cabía en su corazón sentimiento tan dulce,
sino porque la realización de su empeño había hecho cesar el
suplicio atroz que lo torturaba. Creyóse obligado a hablar, a fin de
que la señora Derville no se enterase de lo que pasaba, y su voz,
entonces, fue sonora y vibrante. En cambio, la de la señora de Renal
reveló tanta emoción, que su prima, creyéndola indispuesta, le
indicó la conveniencia de recogerse en sus habitaciones. Julián se
dio cuenta del peligro que lo amenazaba.
"Si
la señora de Renal se retira ahora al salón -se dijo-, vuelvo a la
horrible situación que me ha martirizado todo el día. Su mano ha
permanecido demasiado poco tiempo unida a la mía para que constituya
una ventaja positiva y durable".
En
el momento que la señora Derville proponía por segunda vez la
entrada en el salón, Julián oprimió con fuerza la mano que asía.
La
señora de Renal, que se había levantado ya, volvió a sentarse,
diciendo con voz desfallecida:
-Me
encuentro un poquito indispuesta, es verdad, pero creo que el aire me
sentará bien.
Estas
palabras confirmaron la dicha de Julián, que, en aquellos instantes,
era infinita. Habló, olvidó el fingimiento y consiguió que las dos
damas lo escucharan extasiadas y lo tomasen por el hombre más amable
del mundo.
TEXTO
7: Madame Bovary de Flaubert
Entonces
Emma trató de conmoverlo, y, emocionándose ella misma, llegó a
contarle las estrecheces de su casa, sus dificultades, sus
necesidades. ¡Él comprendía esto!, ¡una mujer elegante!, y, sin
parar de comer, se había vuelto completamente hacia ella, de tal
modo que le rozaba con su rodilla la botina, cuya suela se curvaba
humeando al lado de la estufa.
Pero
cuando Emma le pidió mil escudos, él apretó los labios, después
se declaró muy apenado por no haberse hecho cargo antes de la
administración de su fortuna, pues había cien medios muy cómodos,
incluso para una dama, de hacer producir su dinero. En las
turberas[1] de
Grumesnil o en los terrenos de El Havre habrían podido hacer, casi
seguro, excelentes especulaciones; y la dejó consumirse de rabia
ante la idea de las sumas fantásticas que sin duda podría haber
ganado.
-
¿Por qué -preguntó el notario- no ha venido
a verme?
-
No sé muy bien -dijo ella.
-¿Por
qué, eh?... ¿Le daba miedo?
-¡Soy
yo, por el contrario, quien debería quejarse! ¡Si apenas nos
conocemos! Sin embargo, le tengo mucho afecto; ¿ya no lo pone en
duda, supongo?
Alargó
su mano, tomó la de Emma, la cubrió con un beso voraz, después la
puso sobre su rodilla; y jugaba con sus dedos delicadamente,
diciéndole mil piropos.
Su
voz sosa susurraba como un arroyo que corre, una chispa brotaba de su
pupila a través del reflejo de sus lentes, y sus manos se adentraban
en la manga de Emma para palparle el brazo. Emma sentía en su
mejilla el aliento de una respiración jadeante. Aquel hombre la
molestaba horriblemente.
Se
levantó de un salto y le dijo:
-Señor,
estoy esperando.
¿Qué? -dijo
el notario, que de pronto se volvió extremadamente pálido:
-Ese
dinero.
-Pero...
Después,
cediendo a la irrupción de un deseo demasiado fuerte:
-Bueno,
pues sí.
Se
arrastraba de rodillas hacia ella, sin pensar en su bata de casa.
-Por
favor, quédese, ¡la quiero!
La
cogió por la cintura.
Una
oleada de púrpura subió enseguida a la cara de Madame Bovary. Se
echó hacia atrás con una cara de espanto:
-¡Usted
se aprovecha descaradamente de mi
desgracia,
señor! Soy digna de lástima, pero no me vendo.
Y
salió.
El
notario quedó estupefacto, con los ojos fijos en sus bonitas
zapatillas bordadas. Eran un regalo del amor. Aquella contemplación
le sirvió, por fin, de consuelo. Además, pensaba que una aventura
semejante le habría llevado muy lejos.
TEXTO
8: Papá Goriot de Honore Balzac
pp.
98 a 100
Levantó
la cabeza, como la gran dama que era, y de sus ojos orgullosos
surgieron relámpagos.
—¡Ah,
está usted ahí! —exclamó viendo a Eugène.
—Todavía
—dijo él lastimosamente.
—Pues
bien, señor de Rastignac, trate usted al mundo como se merece.
Quiere usted triunfar; yo le ayudaré. Sondeará usted la profundidad
de la corrupción femenina, medirá usted la anchura de la miserable
vanidad de los hombres. Aunque yo había leído largamente en el
libro del mundo, había páginas que no conocía, sin embargo. Ahora
lo sé todo. Cuanto más fríamente calcule usted, más lejos
llegará. Golpee sin piedad y será usted temido. Utilice usted a los
hombres y a las mujeres como caballos de posta a los que dejará
reventar en cada relevo; así llegará usted a la meta de sus deseos.
Sepa usted que no será nada aquí si no tiene una mujer que se
interese por usted. Necesita usted que sea joven, rica, elegante.
Pero si experimenta usted un sentimiento verdadero, ocúltelo como un
tesoro; no deje que lo adivinen o estará perdido. Dejaría usted de
ser el verdugo, se convertiría en la víctima. Si alguna vez llega
usted a amar, ¡guarde bien su secreto!, no lo revele antes de saber
con toda seguridad a quién entrega su corazón. Para preservar por
anticipado este amor que aún existe, aprenda a desconfiar de este
mundo. Escúcheme, Miguel —se equivocaba ingenuamente de nombre,
sin darse cuenta—. Hay algo todavía más espantoso que el abandono
del padre por sus dos hijas, que quisieran verle muerto. Es la
rivalidad de las dos hermanas entre sí. Restaud es noble; su mujer
ha sido presentada y admitida en sociedad; pero su hermana, su rica
hermana, la bella señora Delphine de Nucingen, mujer de un hombre de
dinero, se muere de pena; los celos la devoran, está a cien leguas
de su hermana; esas dos mujeres se reniegan entre ellas, como
reniegan de su padre. La señora de Nucingen lamería todo el lodo
que hay entre la calle Saint-Lazare y la calle Grenelle, por entrar
en mi salón. Ha creído que De Marsay la haría lograr sus
propósitos, y se ha hecho la esclava de De Marsay. De Marsay no le
hace ningún caso. Si usted me la presenta, será usted su preferido;
le adorará. Después, ámela usted si puede; si no, sírvase usted
de ella. La veré una o dos veces, en fiestas de mucha gente, pero no
la recibiré nunca por la mañana. La saludaré, eso será
suficiente. Usted se ha cerrado la puerta de la condesa por haber
pronunciado el nombre de Goriot. Sí, querido, veinte veces que vaya
usted a casa de la señora de Restaud, se encontrará usted con que
no está en casa. Ha sido usted proscrito. Pues bien, papá Goriot
puede presentarle a la señora Delphine de Nucingen. La bella señora
de Nucingen será como una enseña para usted. Sea usted el hombre al
que ella distingue y las mujeres se volverán locas por usted. Sus
rivales, sus amigas, sus mejores amigas, querrán arrebatárselo. Hay
mujeres a las que les gusta el hombre ya escogido por otra, como hay
infelices burgueses que imitando nuestros sombreros esperan tener
nuestros modales. Tendrá usted éxito. En París el éxito lo es
todo, es la llave del poder. Si las mujeres encuentran que tiene
usted ingenio, talento, los hombres lo creerán, si no les desengaña.
Entonces podrá usted pretenderlo todo, lo tendrá todo en sus manos.
Entonces sabrá lo que es el mundo, un conjunto de víctimas y de
bribones. No sea de los unos ni de los otros. Yo le doy mi nombre
como un hilo de Ariadna para entrar en este laberinto. No lo
comprometa usted —dijo, inclinando su cabeza y dirigiendo una
mirada de reina al estudio—, devuélvamelo limpio. Y ahora, déjeme.
Nosotras las mujeres tenemos también que librar nuestras batallas.
TEXTO
9: Crimen y castigo de Dostoievsky
‑¿Por
qué me mira así, como si no me conociera? ‑exclamó
Raskolnikof de pronto, indignado también‑. Si le conviene este
objeto, lo toma; si no, me dirigiré a otra parte. No tengo por qué
perder el tiempo.
Dijo
esto sin poder contenerse, a pesar suyo, pero su actitud resuelta
pareció ahuyentar los recelos de Alena Ivanovna.
‑¡Es
que lo has presentado de un modo!
Y,
mirando el paquetito, preguntó:
‑¿Qué
me traes?
‑Una
pitillera de plata. Ya le hablé de ella la última vez que estuve
aquí.
Alena
Ivanovna tendió la mano.
‑Pero,
¿qué te ocurre? Estás pálido, las manos le tiemblan. ¿Estás
enfermo?
‑Tengo
fiebre ‑repuso Raskolnikof con voz anhelante. Y añadió, con
un visible esfuerzo‑: ¿Cómo no ha de estar uno pálido cuando
no come?
Las
fuerzas volvían a abandonarle, pero su contestación pareció
sincera. La usurera le quitó el paquetito de las manos.
‑Pero
¿qué es esto? ‑volvió a preguntar, sopesándolo y dirigiendo
nuevamente a Raskolnikof una larga y penetrante mirada.
‑Una
pitillera... de plata... Véala.
‑Pues
no parece que esto sea de plata... ¡Sí que la has atado bien!
Se
acercó a la lámpara (todas las ventanas estaban cerradas, a pesar
del calor asfixiante) y empezó a luchar por deshacer los nudos,
dando la espalda a Raskolnikof y olvidándose de él momentáneamente.
Raskolnikof
se desabrochó el gabán y sacó el hacha del nudo corredizo, pero la
mantuvo debajo del abrigo, empuñándola con la mano derecha. En las
dos manos sentía una tremenda debilidad y un embotamiento creciente.
Temiendo estaba que el hacha se le cayese. De pronto, la cabeza
empezó a darle vueltas.
‑Pero
¿cómo demonio has atado esto? ¡Vaya un enredo! ‑exclamó la
vieja, volviendo un poco la cabeza hacia Raskolnikof.
No
había que perder ni un segundo. Sacó el hacha de debajo del abrigo,
la levantó con las dos manos y, sin violencia, con un movimiento
casi maquinal, la dejó caer sobre la cabeza de la vieja.
Raskolnikof
creyó que las fuerzas le habían abandonado para siempre, pero notó
que las recuperaba después de haber dado el hachazo.
La
vieja, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos,
grises, ralos, empapados en aceite, se agrupaban en una pequeña
trenza que hacía pensar en la cola de una rata, y que un trozo de
peine de asta mantenía fija en la nuca. Como era de escasa estatura,
el hacha la alcanzó en la parte anterior de la cabeza. La víctima
lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo único que tuvo
tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las manos. En una de
ellas tenía aún el paquetito. Raskolnikof le dio con todas sus
fuerzas dos nuevos hachazos en el mismo sitio, y la sangre manó a
borbotones, como de un recipiente que se hubiera volcado.
TEXTO
10: Ana Karenina de Tostoli
Todas
las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia
infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada.En casa de
los Oblonsky andaba todo trastrocado. La esposa acababa de enterarse
de que su marido mantenía relaciones con la institutriz francesa y
se había apresurado a declararle que no podía seguir viviendo con
él.Semejante situación duraba ya tres días y era tan dolorosa para
los esposos como para los demás miembros de la familia. Todos,
incluso los criados, sentían la íntima impresión de que aquella
vida en común no tenía ya sentido y que, incluso en una posada, se
encuentran más unidos los huéspedes de lo que ahora se sentían
ellos entre sí.La mujer no salía de sus habitaciones; el marido no
comía en casa desde hacía tres días; los niños corrían
libremente de un lado a otro sin que nadie les molestara. La
institutriz inglesa había tenido una disputa con el ama de llaves y
escribió a una amiga suya pidiéndole que le buscase otra
colocación; el cocinero se había ido dos días antes, precisamente
a la hora de comer; y el cochero y la ayudante de cocina manifestaron
que no querían continuar prestando sus servicios allí y que sólo
esperaban que les saldasen sus haberes para irse.El tercer día
después de la escena tenida con su mujer, el príncipe Esteban
Arkadievich Oblonsky –Stiva, como le llamaban en sociedad–, al
despertar a su hora de costumbre, es decir, a las ocho de la mañana,
se halló, no en el dormitorio conyugal, sino en su despacho, tendido
sobre el diván de cuero.Volvió su cuerpo, lleno y bien cuidado,
sobre los flexibles muelles del diván, como si se dispusiera a
dormir de nuevo, a la vez que abrazando el almohadón apoyaba en él
la mejilla.
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